Cuentos zen

EL CANTERO

Había una vez un cantero que estaba insatisfecho consigo mismo y con su posición en la vida. Un día pasó por delante de la casa de un rico comerciante. A través de la entrada abierta, vio muchas finas posesiones e importantes visitantes.

– ¡Cuán poderoso debe ser el comerciante!, -pensó el cantero. Se puso muy envidioso y deseó poder ser como el comerciante. Para su gran sorpresa, se convirtió repentinamente en el comerciante, gozando de más lujos y poder de lo que siempre había imaginado, pero siendo envidiado y detestado por aquellos menos ricos que él.

Pronto un alto funcionario pasó cerca, llevado en una silla de manos, acompañado por asistentes y escoltado por soldados. Todos, sin importar cuan rico fuesen, tenían que hacer una reverencia ante la procesión.

– ¡Cuán poderoso es ese funcionario!, -pensó. Me gustaría ser un alto funcionario.

Entonces se convirtió en el alto funcionario, llevado por todas partes en su bordada silla de manos, temido y odiado por la gente de todo alrededor. Era un día caluroso de verano, por eso el funcionario se sentía muy incómodo en la pegajosa silla. Levantó la mirada al sol. Brillaba orgulloso en el cielo, no afectado por su presencia.

-¡Cuán poderoso es el sol! -pensó. Me gustaría ser el sol.

Entonces se convirtió en el sol, brillando ferozmente sobre todos, abrasando los campos, maldecido por los granjeros y los trabajadores. Pero una enorme nube negra se interpuso entre él y la tierra, de modo que su luz no pudo brillar más sobre todo allá abajo.

– ¡Cuán poderosa es esa nube de tormenta!, -pensó. Me gustaría ser una nube.

Entonces se convirtió en la nube, inundando los campos y las aldeas, increpado por todos. Pero pronto descubrió que estaba siendo empujado lejos por una gran fuerza, y se dio cuenta de que era el viento.

– ¡Cuán poderoso es!, -pensó. Me gustaría ser el viento.

Entonces se convirtió en el viento, llevándose tejas de los techos de las casas, arrancando árboles, temido y odiado por todos debajo de él. Pero después de un rato, se izó en contra de algo que no movería, no importa cuán fuertemente soplara en contra de ella, una enorme y altísima roca.

– ¡Cuán poderosa es esa roca!, -pensó. Me gustaría ser una roca.

Entonces se convirtió en la roca, más poderosa que nada en la tierra. Pero mientras estaba parado allí, oyó el sonido de un martillo golpeando un cincel en su dura superficie, y sintió que estaba siendo cambiado.

– ¿Qué podría ser más poderoso que yo, la roca?, -pensó. Bajó la mirada y vio lejos, debajo de él, la figura de un cantero.


BOKUDEN Y SUS TRES HIJOS

Bokuden, gran maestro del sable, recibió un día la visita de un amigo. Con el fin de presentar a sus tres hijos a su amigo, y mostrarle el nivel que habían alcanzado siguiendo sus enseñanzas, preparó una pequeña estratagema: colocó un jarro de agua sobre una puerta entreabierta con el fin de que cayera sobre el primero que la cruzase.

Sentado junto a su amigo, ambos frente a la puerta, Bokuden llamó a su primer hijo. Cuando éste se encontró ante la puerta se detuvo. Después de haberla entreabierto, cogió la jarra antes de entrar. Entró, dejó la puerta tal como estaba, volvió a colocar la jarra en su sitio y saludó a los maestros.

– Éste es mi hijo mayor –dijo Bokuden sonriendo- ya ha alcanzado un buen nivel y va camino de convertirse en maestro.

A continuación llamó a su segundo hijo. Éste entro en la habitación, esquivó el jarrón y lo cogió antes de que se rompiese contra el suelo.

– Éste es mi segundo hijo –explicó al invitado- aún le queda un largo camino por recorrer.

El tercero entró precipitadamente y el jarrón le cayó encima, pero antes de que tocase el suelo desenvainó la espada y lo partió en dos.

– Y éste –dijo el maestro- es mi hijo menor. Es la vergüenza de la familia, pero aún es muy joven.


EL NO-APEGO

A los veinte años, Kitan Gempo, recorría el país buscando su vía espiritual. Por el camino se cruzó con un viajero que fumaba tabaco. Le imitó, se compró una pipa y aprecio ese nuevo placer. Pero en cuanto tomó conciencia de su apego arrojó la pipa y dejó de fumar. Libre de toda atadura, encontró en su camino a un adivino que le enseñó el arte de leer las estrellas. Gempo, que era un alumno excepcional, pronto igualó a su maestro. Cuando comprendió que amaba aquellos nuevos poderes, rechazó aquella ciencia y nunca más quiso oír hablar de ella. A la edad de veintiocho años se hizo monje y se inició con ardor en el pensamiento zen. El superior del monasterio, que admiraba su piedad y sus dones excepcionales y estaba pensando en retirarse, le propuso que le sustituyera. Gempo huyó sin volver la cabeza: había estado a punto de apegarse. Sobresalió sucesivamente en la caligrafía, la pintura y la poesía, y también en la danza, el teatro, la arquitectura y el arte del sable. Abandonó estas disciplinas en cuanto conoció el éxito, por miedo de apegarse a ellas.

En su vejez, fatigado, aceptó por cansancio que le nombrasen superior de uno de los más famosos monasterios zen. Pero cuando murió, a la edad de ochenta y dos años, consiguió murmurar con su último aliento:

– ¡Dejo la vida de buen grado, no estaba apegado a ella!


EL BASTÓN

Érase una vez un maestro zen al que su discípulo veneraba. Le seguía como si fuera su sombra, le aprobaba en todo, imitaba sus menores gestos y, sin él, casi ni se atrevía a respirar.

– Toshi –decía el maestro-, un día tendrás que dejarme, sacudirte el polvo de tus sandalias en mi puerta e irte por los caminos. Sólo hay un despertar personal. El zen es libertad.

Pero no había nada que hacer. El discípulo permanecía pegado a los pasos de su maestro, espiaba sus sonrisas y siempre le servía. Entonces, un día, el maestro le hizo venir para tener una conversación particular, y le dijo así:

– Toshi, es hora de que te confíe un secreto. Mira, no soy yo a quien hay que venerar, sino a mi bastón. Te habrás fijado en que durante mis paseos él siempre me precede. Él camina delante y yo le sigo dócilmente. Es mi bastón el que conoce el camino y me lo indica. En cuanto a mí, me esfuerzo en obedecerle y en parecerme a él.

A partir de aquel día, la actitud del discípulo cambió. Miraba el bastón de su maestro con un nuevo interés. Se procuró uno parecido. Al terminar el año anuncio su partida y pronto se marchó solo por los caminos…

Este relato malicioso nos hace recordar una verdad: “el zen esta justo delante de cada uno”. Si bien es necesario tener un maestro, un día hay que dejarlo. Solo hay una vía personal. “Os enseño la libertad” dice el zen.


UN CAMINO EMBARRADO

Tanzan y Ekido caminaban juntos por un sendero lleno de barro. Llovía persistentemente. Al doblar un recodo se encontraron con una hermosa joven vestida con un kimono de seda, la cual no se atrevía a cruzar el camino por miedo a mancharse.

– Ven aquí muchacha –dijo Tanzan- y, tomándola entre sus brazos, la pasó limpiamente al otro lado a través del barro.

Ekido no dijo una palabra. Al caer la noche, los dos amigos encontraron alojamiento en un monasterio. Entonces Ekido no pudo contenerse más.

– Se supone que nosotros los monjes debemos mantenernos alejados de las mujeres –recriminó a Tanzan- especialmente si son jóvenes y bonitas. ¿Cómo pudiste llevar a aquella muchacha entre tus brazos?

– Yo dejé a la chica en el camino –replicó Tanzan-, ¿tú aún sigues llevándola?


TEMPERAMENTO

Un estudiante se quejaba en cierta ocasión ante Bankei.

– Maestro, tengo muy mal temperamento, ¿Cómo podría controlarlo?

– Tienes algo muy raro, -replicó Bankei. Déjame verlo.

– No puedo enseñarlo en este momento, -dijo el estudiante.

– ¿Cuándo podrás hacerlo?, -preguntó Bankei.

– Surge de improvisto.

– Entonces, -concluyó el maestro-, no debe ser tu propia naturaleza. Si lo fuera, podrías enseñármelo cuando quieras. No lo llevabas contigo cuando naciste, y tus padres no te lo dieron. Piensa en ello.


LA SERPIENTE BOA

El “Yo” no es más que una palabra

Proverbio zen

Érase una serpiente boa que vivía en estado de guerra civil. Su cola y su cabeza no se entendían.

– ¿Por qué –exclamaba la cola- yo voy siempre detrás y tú delante? ¿Por qué decides tú sola el camino que seguimos?

La cabeza despreciaba estas jeremiadas y no respondía.

Un día, hacia mediodía, vio una apetitosa rana. Quiso atraparla con un movimiento vivo. Pero la cola estaba sólidamente enrollada alrededor de un árbol, y la rana se escapó por los pelos.

– ¿Te has vuelto loca? -gruñó la cabeza.

– ¡No me moveré hasta que reconozcas mis derecho iguales y yo pueda también avanzar primero y elegir el camino!

Estuvieron discutiendo durante tres días. Intercambiaron muchos insultos y argumentos, que no voy a repetir por decencia. Resumiendo, la cabeza acabó cediendo. La cola se desenrollo, y muy contenta partió a la aventura. Pero, ¡ay!, no tenía ojos y se cayó por el primer barranco que encontró, arrastrando consigo a la cabeza. Las dos perecieron allí abajo.


CUANDO LLEGA LA HORA

El maestro Sukehito de encargaba de la enseñanza de los novicios. Desempeñaba su tarea con celo y a menudo, para meter un poco de seriedad en aquellas cabezas despreocupadas, les hablaba así:

Nada dura,

todo pasa y muere,

todo desaparece un día en el vacío infinito…

Pues bien, Sukehito poseía una taza de té, muy valiosa y muy antigua, que le venía de su familia y por la que su corazón sentía un gran afecto. Ikkyu, joven novicio de trece años, barriendo una mañana la celda de su maestro, rompió por inadvertencia la taza de té. Después de tomar conciencia del horror de su crimen, reflexionó durante todo el día y por la noche, después del zazen, fue a ver a Sukehito.

– Maestro –dijo con solemnidad-, quisiera haceros una pregunta que me atormenta.

– Habla Ikkyu, te escucho –dijo el maestro con bondad.

– Maestro, ¿Por qué todos debemos morir?

– Ikkyu –respondió Sukehito con paciencia-, ¿no me has oído repetir cien veces: “nada dura, todo desaparece un día, todo pasa y muere…”?

– Si maestro –dijo Ikkyu sacando con un gesto vivo los trozos de la taza de té de su bolsillo-, es precisamente lo que le ha ocurrido a vuestra taza de té.


EL OCCIDENTAL

Al llegar por fin ante la presencia del maestro, responsable del templo zen, el occidental se inclina ante él.

– ¿No será vegetariano por casualidad?

– Maestro –dice el occidental orgullosamente- tengo el placer de informaros de que no como nunca carne. No apruebo a mis conciudadanos que se alimentan de cadáveres.

Esperaba confiado una observación halagadora o al menos una sonrisa de aprobación por parte del maestro. He aquí un occidental –debía pensar- que se diferencia de sus congéneres.

Después de un tiempo de silencio, el maestro dijo solamente:

– No se aferre a ninguna manera de comer.


LA PALABRA Y LA COSA

El célebre maestro Zoichi nació en 1202 y pasó “más allá de la tristeza” el 17 de octubre de 1280. Contribuyó a dar a conocer la Vía pronunciando numerosos sermones.

Un día dijo:

– Zazen (meditación) es la puerta que nos abre el camino de la gran Liberación.

– Maestro, ¿Porqué no es la recitación de los sutras lo que nos abre el camino de la gran Liberación?

– ¿Tienes calor al pronunciar la palabra “fuego”? ¿Tienes frío al pronunciar la palabra “fresco”? Y si repites toda tu vida “pastel de arroz” ¿cesará tu hambre?


EL GENERAL Y SU RELIQUIA

Un general estaba en su casa revisando su colección de antigüedades, cuando de repente casi se le cae al suelo un precioso jarrón.

– ¡Oh! ¡Qué susto!

Al instante pensó:

– Yo he dirigido millares de soldados en la batalla, me he enfrentado a muchas situaciones en las que mi vida peligraba y jamás tuve miedo. ¿Por qué hoy por causa de una vasija me he asustado de esa manera?

Finalmente, el general comprendió que el hecho de tener en su mente “deseo y rechazo” era la causa de su miedo. Entonces, simplemente arrojó la valiosa vasija contra el suelo y la rompió.


 SOÑANDO

El gran maestro Taoísta Chuang Tzu soñó una vez que era una mariposa revoloteando aquí y allá. En el sueño no tenía conciencia de su condición como persona, era sólo una mariposa. De repente, se despertó y se encontró acostado siendo una persona otra vez. Entonces pensó para sí mismo:

– ¿Era antes un hombre que soñaba ser una mariposa, o soy ahora una mariposa que sueña ser un hombre?


LA VACA

Un maestro zen paseaba por un bosque con su discípulo, cuando vio a lo lejos una casa de apariencia pobre y decidió hacer una breve visita al lugar. Mientras se acercaban, le comentó al discípulo sobre las oportunidades de aprendizaje que obtenemos de estas experiencias. Llegando al lugar constató la pobreza del sitio: los habitantes, una pareja y tres hijos, vestidos con ropas sucias, rasgadas y sin calzado; la casa, poco más que un cobertizo de madera…

Se aproximó al padre de familia y le preguntó:

– En este lugar donde no existen posibilidades de trabajo ni tampoco puntos de comercio, ¿cómo hacen para sobrevivir?

El señor respondió:

Amigo mío, nosotros tenemos una vaca que da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto lo vendemos o lo cambiamos por otros géneros alimenticios en la ciudad vecina, y con la otra parte producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo. Así es como vamos sobreviviendo.

El sabio agradeció la información, contempló el lugar por un momento, se despidió y se fue. A mitad de camino se volvió hacia su discípulo y le ordenó:

— Busca la vaca, llévala al precipicio que hay allá enfrente y empújala.

El joven, espantado, miró al maestro y le respondió que la vaca era el único medio de subsistencia de aquella familia. El maestro permaneció en silencio y el discípulo cabizbajo fue a cumplir la orden.

Una vez en el borde del precipicio, empujó la vaca. Aquella escena quedó grabada en la memoria de aquel joven durante muchos años.

Un día el joven, agobiado por la culpa, decidió regresar a aquel lugar. Quería confesar a la familia lo que había sucedido, pedirles perdón y ayudarlos.

Así lo hizo. A medida que se aproximaba al lugar, veía todo muy bonito, árboles floridos, una bonita casa y algunos niños jugando en el jardín. El joven se sintió triste y desesperado imaginando que aquella humilde familia hubiese tenido que vender el terreno para sobrevivir. Aceleró el paso y fue recibido por un hombre muy simpático.

El joven preguntó por la familia que vivía allí hacia unos cuatro años. El señor le respondió que seguían viviendo allí. Espantado, el joven entró corriendo en la casa y confirmó que era la misma familia que visitó hacia algunos años con el maestro. Elogió el lugar y le preguntó al señor:

– ¿Cómo hizo para mejorar este lugar y cambiar de vida?

El señor entusiasmado le respondió:

– Nosotros dependíamos para subsistir de una vaca que cayó por el precipicio y murió. A partir de entonces nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos.


 CONOCIENDO AL PEZ

Un día, Chuang Tzu y un amigo estaban caminando por la rivera de un río. “Mire a los peces nadando”, dijo Chuang Tzu, “realmente están disfrutando de sí mismos”.

“Usted no es un pez”, contestó el amigo, «así que no puede saber verdaderamente que están disfrutando de sí mismos”.

“Usted no es yo”, dijo Chuang Tzu, “¿así que cómo sabe usted que no sé que los peces están disfrutando de sí mismos?”


YA VEREMOS…

Había una vez un viejo granjero que había trabajado sus campos durante muchos años. Un día su caballo se escapó. Al escuchar la noticia, sus vecinos lo vinieron a visitar. “Qué mala suerte”, le dijeron. “Ya veremos…”, contestó el granjero.

A la mañana siguiente, el caballo regresó, trayendo otros tres caballos salvajes con él. “Qué maravilloso”, exclamaron los vecinos. “Ya veremos…”, contestó el viejo.

Al día siguiente, su hijo intentó montar uno de los caballos salvajes, siendo derribado por éste. A consecuencia de la caída se rompió una pierna. Los vecinos vinieron otra vez a ofrecer sus condolencias por el infortunio. “Ya veremos…”, contestó el granjero.

Unos días más tarde, funcionarios militares vinieron a la aldea a reclutar hombres jóvenes para el ejército. Viendo que la pierna del hijo estaba rota, lo pasaron por alto. Los vecinos felicitaron al granjero por su buena suerte. “Ya veremos…”, dijo el granjero.


ZAPATILLAS

A un discípulo que siempre estaba quejándose de los demás, le dijo el Maestro;

”Si es paz lo que buscas, trata de cambiarte a ti mismo, no a los demás. Es más fácil calzarse unas zapatillas que alfombrar toda la tierra”.


CIELO E INFIERNO

Un belicoso samurái desafió en una ocasión a un maestro zen a que explicara el concepto de cielo e infierno.

Pero el maestro respondió con desdén:

— No eres más que un patán. ¡No puedo perder el tiempo con individuos como tú!

Herido en lo más profundo de su ser, el samurái se dejó llevar por la ira, desenvainó su espada y gritó:

— ¡Podría matarte por tu impertinencia!

— Se acaban de abrir las puertas del infierno — repuso el maestro con calma.

Desconcertado al percibir la verdad en lo que el maestro señalaba con respecto a la furia que lo dominaba, el samurái se serenó, envainó la espada y se inclinó, agradeciendo al maestro la lección.

— Se acaban de abrir las puertas del cielo — añadió el maestro.


LA TAZA DE TÉ

Un importante catedrático universitario se encontraba últimamente en extraños estados de ánimo: se sentía ansioso, infeliz y si bien creía ciegamente en la superioridad que su saber le proporcionaba, no estaba en paz consigo mismo ni con los demás. Su infelicidad era tan profunda cómo su vanidad. En un momento de humildad había sido capaz de escuchar a alguien que le sugirió aprender a meditar como remedio a su angustia. Ya había oído decir que el Zen era una buena medicina para el espíritu.

En su región vivía un excelente maestro, y el profesor decidió visitarle para pedirle que le aceptara como estudiante. Una vez llegado a la morada del maestro, el profesor se sentó en la humilde sala de espera y miró alrededor con una clara — aunque para él imperceptible — actitud de superioridad. La habitación estaba casi vacía y los pocos ornamentos sólo enviaban mensajes de armonía y paz. El lujo y toda ostentación estaban manifiestamente ausentes.

Cuando el maestro pudo recibirle y tras las presentaciones debidas, el primero le dijo:

– Permítame invitarle a una taza de té antes de empezar a conversar.

El catedrático asintió disconforme. En unos minutos el té estaba listo.

Sosegadamente, el maestro sacó las tazas y las colocó sobre la mesa con movimientos rápidos y ligeros, y empezó a servir la bebida en la taza del huésped. La taza se llenó rápidamente, pero el maestro sin perder su amable y cortés actitud, siguió vertiendo el té. El líquido rebosó derramándose por la mesa y el profesor, que por entonces ya había sobrepasado el límite de su paciencia, estalló en un ataque de cólera vociferando airadamente;

– ¡Necio! ¿Acaso no ves que la taza está llena y que no cabe nada más en ella?.

Sin perder su ademán, el maestro contestó:

– Por supuesto que lo veo, y de la misma manera veo que no puedo enseñarte el Zen. Tu mente ya está también llena.


DESPUÉS DE MORIR

El emperador le preguntó al maestro Gudo,

“¿Qué le sucede a un hombre iluminado después de la muerte?”.

“¿Cómo podría saberlo?”, respondió Gudo.

“Porque usted es un maestro”, contestó al emperador.

“Sí, señor”, dijo Gudo, “pero no uno muerto”.


 CAMBIO

A un discípulo que se lamentaba de sus limitaciones, le dijo el maestro; “naturalmente que eres limitado. Pero ¿no has caído en la cuenta de que hoy puedes hacer cosas que hace quince años te habrían sido imposibles? ¿Qué es lo que ha cambiado?”

“Han cambiado mis talentos”, respondió el monje.

“No, has cambiado tú”, dijo el maestro.

“¿Y no es lo mismo?”, dijo el discípulo.

“No, tú eres lo que tú piensas que eres, cuando cambia tu forma de pensar, cambias tú”.


LA RESPUESTA JUSTA

Érase una vez  un fino letrado chino, adepto del ch’an, llamado Wang-Tze-Fu, al que le gustaba citar ante sus estudiantes la fórmula bien conocida de Lao-Tse “En vez de dar un pez a un hombre hambriento, enséñale a pescar”. Desarrollaba ese pensamiento con elocuencia:

¿Lo veis? – decía a sus oyentes -, cuando hayáis dado diez veces un pez a un desgraciado que se muere de hambre, si a la undécima no le dais nada se morirá. Pero, si le habéis enseñado a pescar, sobrevivirá y además le habréis devuelto la dignidad.

Huo-Huan era novicio y estudiaba el ch’an con el fino letrado. Escuchaba con devoción lo que decía el maestro, y cada una de sus palabras eran sagradas para él. Un día encontró a la orilla de un río un miserable que se moría de hambre. Se abstuvo de ofrecerle uno de los peces que acababa de pescar. Se puso a explicarle al indigente, siguiendo en eso las lecciones de su honorable maestro, como se pescaba. Le enseño con muchos detalles el modo de cortar una caña de pescar, en una madera ni demasiado dura ni demasiado blanda, cómo preparar el sedal y cómo utilizar el anzuelo y lanzarlo hábilmente. Mientras estaba enseñándole a cavar la tierra para recoger gusanos, el hombre se murió tontamente.


EL JINETE

El jinete, galopando a toda velocidad, pasa como el viento.

– ¿A dónde vas tan deprisa? –Pregunta el monje zen.

No lo sé… ¡Pregúntaselo a mi caballo!

El hombre corriente no tiene gobierno de si mismo. Es el juguete de sus emociones.


CINCO CAMPANAS

Érase una vez una posada llamada «La Estrella de Plata».

Su dueño hacía todo cuanto podía por su clientela. Se esforzaba por  hacer de su posada un lugar confortable, por atender cordialmente a los clientes y cobrar precios razonables. Sin embargo, el dinero no alcanzaba.

Desesperado, acudió a un sabio. Éste, tras escuchar su sincera preocupación, le dijo:

 La forma en que puedes revertir esta situación es muy sencilla. Cámbiale el nombre a la posada.

–  ¡Imposible! – dijo el posadero. ¡Se ha llamado «La Estrella de Plata» durante generaciones, y así la conoce todo el país!

El sabio continuó diciendo:

–  A partir de ahora debes llamarla «Las Cinco Campanas».

–  ¿Las cinco campanas?  -preguntó sorprendido el dueño. ¿Qué clase de nombre es ese?

El sabio prosiguió con sus instrucciones:

–  Debes, además, colgar seis campanas en la entrada.

– ¿Seis campanas? ¡Eso es absurdo! ¿Para qué va a servir?

El sabio no dijo nada más.

Eran tan pobres y débiles las esperanzas que tenía, que el posadero decidió hacer exactamente lo pedido por el sabio.

Y esto fue lo que sucedió…

No había ningún viajero que, al pasar por delante de la posada, resistiera la tentación de hacer notar el terrible error que el dueño de la posada había cometido. ¡Llamar a un lugar “Las Cinco Campanas” y colgar seis en la entrada era una garrafal equivocación que no podía pasarse por alto!

Una vez que el viajero ingresaba al lugar, quedaba tan impresionado por la cordialidad, calidez y esmerado servicio, que decidía alojarse en la posada.

Y así fue cómo con el tiempo, el dueño consiguió saldar todas sus deudas y ahorrar una pequeña fortuna, recordando siempre que no hay nada que le brinde tanto placer al ego como corregir los errores de los demás.


EL FORMIDABLE PODER DE UN ÁGUILA

Un hombre encontró un huevo abandonado, y por su forma y tamaño dedujo que se trataba de un huevo de águila. Como no tenía donde protegerlo, la alternativa más simple fue cobijarlo en el nido de un gallinero.

Poco tiempo después, un águila nació y creció entre las gallinas. Toda su vida el águila hizo lo mismo que las gallinas del corral, ya que se creía semejante a ellas. Arañaba la tierra en busca de gusanos e insectos. Cloqueaba y cacareaba. Y golpeaba sus alas para volar unos centímetros por el aire.

Los años pasaron y el águila fue envejeciendo. Un buen día contempló una magnífica ave surcando un cielo limpio de nubes. Volaba en graciosa majestuosidad en medio de poderosas corrientes de aire, casi sin batir sus fuertes alas doradas. La longeva águila miró hacia arriba con un profundo respeto.

¿Qué es eso? –preguntó.

Eso es un águila –le contesto alguien del corral. Pertenece al cielo. Pero nosotras pertenecemos a la tierra porque somos gallinas.

Así fue que un águila vivió y murió como una gallina, porque eso es lo que ella pensaba que era.


TU VERDADERO VALOR

Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?.

El maestro sin mirarlo, le dijo:

Cuanto lo siento muchacho, no puedo ayudarte, debo resolver primero mi propio problema. Quizás después. Y haciendo una pausa agregó:

Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este problema con más rapidez y después tal vez te pueda ayudar.

Encantado maestro, -titubeó el joven, sintiendo que otra vez era desvalorizado, y sus necesidades postergadas.

Bien -asintió el maestro. Se quitó un anillo que llevaba en el dedo pequeño y dándoselo al muchacho, agregó; toma el caballo que está allá afuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, pero no aceptes menos de una moneda de oro. Ve y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.

El joven tomó el anillo y partió. Apenas llegó empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Estos lo miraban con algún interés, hasta que el joven decía lo que pretendía por el anillo. Cuando el joven mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le daban vuelta la cara y sólo un viejito fue tan amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era muy valiosa para entregarla a cambio de un anillo. En afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un cacharro de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro y rechazó la oferta.

Después de ofrecer su joya a toda persona que se cruzaba en el mercado, más de cien personas, y abatido por su fracaso, montó su caballo y regresó.

Cuanto hubiera deseado el joven tener él mismo esa moneda de oro, podría entonces habérsela entregado él mismo al maestro para liberarlo de su preocupación y recibir entonces su consejo y ayuda.

Entró en la habitación. Maestro, -dijo, lo siento, no pude conseguir lo que me pediste. Quizás pudiera conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo.

Qué importante lo que dijiste, joven amigo, -contestó sonriente el maestro. Debemos saber primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar y vete al joyero. ¿Quién mejor que él para saberlo? Dile que quisieras vender el anillo y pregunta cuánto te da por él, pero no importa lo que ofrezca, no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.

El joven volvió a cabalgar. El joyero examinó el anillo a la luz del candil con su lupa, lo pesó y luego le dijo:

Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya, no puedo darle más que 58 monedas de oro por su anillo.

58 MONEDAS !!!!!!!!! -exclamó el joven.

Si, -replicó el joyero, yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de 70 monedas, pero no sé… si la venta es urgente.

El joven corrió emocionado a la casa del maestro a contarle lo sucedido.

Siéntate -dijo el maestro después de escucharlo. Tú eres como este anillo, una joya valiosa y única. Y como tal, sólo puede evaluarte verdaderamente un experto. ¿Qué haces por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor?

Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo pequeño.


LIBRO SANTO

Érase una vez un hombre que formó un camino espiritual y al que todos consideraban una persona muy ilustrada.

Sus seguidores adoptaron la costumbre de registrar en un libro todas las instrucciones que el maestro daba. Con el paso de los años, el libro alcanzó un considerable volumen con un copioso registro de toda clase de instrucciones.

A los seguidores de este camino se les aconsejaba no hacer nada sin primero consultar en el libro santo. Donde quiera que fueran, sin importar qué hicieran, debían consultar el libro, una especie de manual para guiar sus vidas.

Un buen día, mientras cruzaba un puente de madera, el maestro cayó al río. Los seguidores estaban allí, junto a él, pero ninguno sabía qué hacer en tales circunstancias. Decidieron entonces, consultar al libro santo.

Ayuda, –gritaba el maestro. No sé nadar

Espere unos momentos, Maestro. No se ahogue –respondieron los discípulos. Estamos consultando el libro santo.

En algún lugar tienen que estar las instrucciones a seguir en caso de que usted caiga al río mientras cruza un puente de madera.

Mientras los discípulos recorrían las páginas del libro buscando las instrucciones apropiadas, el maestro desapareció bajo el agua.


TAL ARMERO, TAL ARMA.

«El sable es el alma del samurai», nos dice una de las más antiguas máximas del Bushidô, la vía del guerrero. Símbolo de virilidad, lealtad y coraje, el sable es el arma favorita del samurai. El sable, en la tradición japonesa, es algo mas que un instrumento temible, algo mas que un símbolo filosófico. Es un arma mágica, que puede ser benéfica o maléfica, según la personalidad del forjador y del propietario.

El sable es la prolongación de los que lo manipulan, y se impregna misteriosamente de las vibraciones que emanan de sus seres.

Los antiguos japoneses, inspirados por la religión shinto, conciben la fabricación de un sable como un trabajo de alquimia en el que la armonía interior del forjador es mas importante que sus capacidades técnicas. Antes de forjar una hoja, el maestro armero pasaba varios días meditando y después se purificaba practicando abluciones en agua fría. después, vestido con hábitos blancos, ponía manos a la obra en las mejores condiciones interiores para crear un arma de gran calidad.

Masamune y Murasama eran dos hábiles armeros que vivieron a principios del siglo XIV. Los dos fabricaron unos sables de gran calidad. Murasama, de carácter violento, era un personaje taciturno e inquieto. Tenia la siniestra reputación de fabricar hojas temibles que empujaban a sus propietarios a entablar combates sangrientos o que, a veces, herían a quienes las manipulaban. Por el contrario, Masamune era un forjador de una gran serenidad que practicaba el ritual de la purificación para forjar sus hojas. Aun hoy en dia son consideradas como las mejores del país.

Un hombre que quería averiguar la diferencia de calidad que existía entre ambas formas de fabricación, introdujo un sable de Murasama en el cauce de un río, con el filo orientado contra la corriente. Todas las hojas que pasaban flotando y tocaba el sable se cortaban en dos. A continuación introdujo el sable fabricado por Masamune. Las hojas se deslizaban intactas bordeando el filo del sable como si este no quisiera hacerles daño. Ninguna de ellas fue cortada.

El hombre dio entonces su veredicto; «La Murasama es terrible, la Masamune es humana».


EL NUEVO PRIMER MINISTRO

Había una vez, hace muchos años en un lejano país, un emperador que quería elegir como primer ministro a su súbdito más sabio y prudente.

Se presentaron un gran número de candidatos, de todos los confines del país.

Tras una larga serie de difíciles pruebas, tan solo quedaron tres aspirantes.

El emperador les anuncio:

“He aquí el ultimo obstáculo, el ultimo desafío. Se os encerrara a los tres en una sala. La puerta tendrá una cerradura solida y complicada. El primero que consiga salir será el elegido.”

Dos de los postulantes, que eran muy sabios, se pusieron enseguida a hacer arduos cálculos. Alineaban interminables columnas de números, trazaban complicados esquemas, diagramas herméticos…

De cuando en cuando, se levantaban, examinaban la cerradura con aire pensativo y regresaban suspirando a sus trabajos.

El tercero, sentado en una silla, meditaba sin decir nada.

De repente, se levanto, fue hacia la puerta y girando el pomo la abrió, saliendo por ella.


EN MANOS DEL DESTINO

Un general japones, llamado Nobunaga, decidió atacar al enemigo a pesar de contar con un ejercito numéricamente inferior, en una proporción de 10 a 1.

A pesar de que estaba seguro de obtener la victoria, sus hombres no compartían su entusiasmo.

En el camino, se detuvo en un santuario shintoista y le dijo a sus hombres:

“Ahora entrare al santuario para rezar a los dioses. Cuando salga, arrojare una moneda al aire; si sale cara venceremos, si sale cruz seremos derrotados. El destino nos tiene en sus manos.” 

Nobunaga entro en el santuario y ofreció una plegaria silenciosa.

Al salir lanzo una moneda al aire. Salio cara.

Sus soldados entraron en combate con tal vehemencia que rápidamente la batalla se decidió a su favor.

“Nadie puede cambiar el destino, señor”; le dijo unos de sus oficiales.

“Claro que no…” dijo Nobunaga, mostrándole una moneda que tenia caras por ambos lados.

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